AMOR PROPIO

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AMOR PROPIO

Artículo.- AMOR PROPIO

Revista : CELEBRA

Edición: AÑO 5/EDICIÓN 14/Febrero 2019

Revista mensual del periódico Victoria de Durango

Dra. Ma. Luisa Rivera García

 

En la entrega de noviembre, escribí sobre lo importante, lo trascendente de hablar de amor propio en lugar de autoestima. Se trata de amarnos, no de estimarnos. En la estima hay más distancia, juicio, evaluación. Recuerdo de niña, en alguna ocasión, me pidieron hacer el ejercicio de escribir una carta a mi madre; con todo cuidado y siguiendo el modelo propuesto inicié: “Estimada mamá…” y me explayé escribiendo todas las cosas que le agradecía… las que nunca leyó, porque después del “estimada mamá” me la devolvió gritando “¡soy tu madre!” y a la madre se le ama.

Y ese es el punto, hay que aprender a amarnos, a tener amor propio… pero ¿qué es eso? Porque además, en nuestra cultura judeo-cristiana, podría estar mal visto si se empata con egoísmo, narcisismo o vanidad. Y también porque pareciera ir en contra del sacrificio, la abnegación o el altruismo.

Veamos pues que, para esto del amor propio, lo primero que necesitamos para amarnos, es conocernos, porque no se puede amar lo que no se conoce, de lo que no se sabe. Y es una paradoja porque parece que me conozco, sé cómo me llamo, cuál es mi género, mi nacionalidad y lo que implica, puedo saber mi estatura y peso, mi residencia, mis gustos y disgustos. Y ahí está el punto: saber por qué, por qué me gusta o disgusta determinada cosa, se va complicando. Y aún más, si por ejemplo quiero saber por qué me atraen esas situaciones o personas que me hacen daño aún a sabiendas que son nocivas para mí, ahí ya no es de primer impacto.

Lo que nos lleva a la segunda propuesta para empezar a amarme: necesito tiempo para mí, para reflexionar, para acercarme, para saberme. Si me interesa conocer a alguna persona, saber de un tema, investigar algo, tengo que dedicarle tiempo. ¿Cuánto tiempo te dedicas a ti mismo? ¿A estar contigo? No tenemos mucho la costumbre. La cultura no ayuda, nos movemos en un mundo que va más hacia afuera. Busquemos nuestros espacios de intimidad, de reflexión. Apartemos, con regularidad, con decisión, el “tiempo para mí”, para conocerme, para encontrarme.

La tercera: Aprender a mirarme sin juicio. Uno de los motivos por los que más nos asusta mirarnos, es el juicio que hacemos de nosotros mismos. Dejar de pensar esto está bien o mal, para pensar ¿por qué?, ¿para qué?, ¿cómo? Cuando pienso que algo es bueno o está bien, lo meto al cajón de “lo bueno” y ya no lo reflexiono.  Punto, ya está guardado. Lo mismo y con mayor rapidez, lo que considero malo en mí o equivocado, lo meto a “lo negativo, a lo malo” y sello el cajón para tratar de no volver a saber de ello. Y digo “tratar”, porque por sellado que esté el cajón, “eso” me va a estar haciendo ruido, va a estar minando mi confianza, va a estar erosionándome. Difícilmente me voy a querer, con algo pesado en mi haber. Y todos tenemos cargas, hasta el santo más santo. El tema es reconocerlas, reflexionarlas, ventilarlas, aceptarlas y hacer algo para restablecer mi orden interno. Guardarlas no sirve, hace daño. Tampoco sirve guardar “lo bueno”. Eso puede fortalecer el “ego”, pero no me llenará de amor o respeto por mí mismo. Saberme sí, acercarme a mis profundidades y aceptarlas, como acepta la madre al hijo “tal cual es”. Sin cinismo, con amor, eso me podrá llevar a crecer emocionalmente, a madurar, que no es otra cosa que saber que mis actos tienen consecuencias y que toca “pagar” por ellas. Y desde ahí, sabiéndome, aceptándome y estando dispuesto a “pagar”, podré empezar a amarme.

Porque, va la cuarta consideración, casi no sabemos amarnos, no nos han enseñado. Y va otra paradoja: generalmente nos quejamos, nos resentimos del amor que recibimos de nuestros padres; que si no fue suficiente, que fue muy inestable (en ratos mucho, en otros nada), que si hubo preferencias, etc. E inexorablemente terminamos tratándonos, amándonos, de la misma manera como ellos lo hicieron. Y eso sí “cala”, no hay traición más dolorosa que la traición a mí mismo. Lo que nos regresa al punto dos, lo meto al cajón y “trato” de no acordarme, “y si no me acuerdo no pasó” … pero sí lo sé y con eso basta para sentirme mal y entonces recurro a “atajos”: tomo con exceso, fumo, como o duermo, pero no para vivir, para castigarme. O en una forma más compleja, me enredo en relaciones nocivas que lo único que, desde lo inconsciente me den, sea la posibilidad de expiar mis culpas. Culpas que están “guardadas”, que no veo, menos acepto y sin embargo me determinan.

Mirémonos, aceptemos que no somos perfectos, que tenemos lados obscuros, pero somos seres en construcción, siempre puedo mejorarme, reconciliarme conmigo mismo primero, para de ahí pasar a reconciliarme con “el otro”, cualquier “otro”. Saberme y saberme amorosamente “tal como soy”.

En resumen, el amor propio se construye, a partir de conocerme, de aceptarme, de amarme, desde un amor maduro que sabe que soy capaz de obscuridades pero que ellas también me sirven (cuando las reconozco y trabajo) para crecer, para ser mejor y en amorosa armonía conmigo mismo. Y necesito tiempo, reflexión, dedicación y rigurosa honestidad en ese camino, ¡la meta bien lo vale!

Y un último comentario por aquello de separar el amor propio del egoísmo, del altruismo o de cualquier otro prejuicio. ¿Qué amor puede brindar quien no se tiene amor propio? Uno muy limitado. ¡Qué generosidad puede tener quien no es genero consigo mismo? Una muy enredada. Un ser que sepa amarse será un ser generoso, agradecido con la vida, que sabrá amar con mayor plenitud y aportará a la vida toda.

En el mes del amor, “amarme para ser, para querer ser más, para ser de forma más segura, más plena, más rica en posibilidades, más armónica y completa: ser en contra de la debilidad, de la discordia que paraliza, de la impotencia, de la muerte” (Fernando Savater, Ética como amor propio, Grijalvo, 1991).

 

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